miércoles, 5 de noviembre de 2008

Tallin

Atracamos en Tallin después de todo lo dicho y demás cosas que guardo. Así fuimos soltados, como una manada de borregos con unas 7 horas para pastar por la ciudad. El movimiento del barco y de la noche nos asestó un fuerte temblor de vísceras. Paseamos por la capital de Estonia con la inercia del viajero que necesita entrometerse en lo desconocido, que busca para encontrarse con nuevos rincones olvidado del derrumbe de su cuerpo. Yo busqué en ella algún rumor que me acercase a Rusia, lo mínimo de ese patrimonio literario que tantas veces acabó con sus propias ideas. No encontré nada de eso. Tallin mira con nostalgia el pasado escandinavo. De la ciudad anciana, de las murallas que silencian el ataque del tiempo, de sus calles empedradas en la monotonía de los siglos, de sus edificios asentados y taciturnos que ven pasar el devenir de los hombres, de las plazas enmudecidas por unos aires que recuerdan y apenas esperan, de todo esto no puede el navegante escapar. Se instala en la melancolía de su cielo gris, de sus paredes desgastadas, de sus batallas con la historia. Un restaurante medieval que nos muestra esa vida ya leída en las cicatrices de sus esquinas y una escultura donde lo contemplo todo con vertiginosa perspectiva para volver al barco, para llevarme un pedazo de mi propia pesadumbre. El resto lo dejé en aquellas piedras incrustadas.

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