
Pasamos el fin de semana en
Jönkoping. Ya había visto la ciudad por la ventanilla del autobús dirección
Göteborg. En aquel momento era un poblado asestado por la nieve sin otro propósito que un cielo gris y avenidas iluminadas. A
raíz de mis palabrerías en la sobremesa fuimos en busca de ese cuento
leído tan solo en nuestras cabezas.
Jönkoping había dejado el misterio y la infancia en el momento que yo dejé ese autobús. Y fue distinto el cuento. Recorrimos todo el vértice del gran lago
Vättern. Lo más parecido a una playa que he visto desde Julio. Con su rompeolas, su paseo, su arena, incluso su sol, un sol
rabioso. Tras pequeños embarcaderos, parques de patos y puentes, campos de fútbol escondidos en las laderas y pies resentidos encontramos el albergue. La noche en
Jönkoping deja las calles desiertas. Tan solo nosotros entre sus huecos, con un paso dudoso entre mirar atrás o dejar de mirar, con los cuerpos golpeados por el frío de las tripas del gigante líquido. Ajenos a su historia, sin alcanzar a ver los techos de sus torres, y movidos por el silencio de sus lápidas, volvimos. En los rostros de algunos se podía anticipar el final del cuento, de ese cuento que estamos viviendo.

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