
Andan haciendo entrevistas a todos los
erasmus. Nos citan y acudimos a arrojar nuestras diferencias con la vida sueca. Se trata de unos diez minutos conversando con una mujer con la que llevamos tratando todo el año. Bajo esa furia blanquecina que tiene por melena y esos ojos azules azotados por el Báltico aguarda un ser que recoge cualquier problema como pudiese hacerlo una madre. Reconozco que acudí con algo de temor. Son casi ocho meses aquí y aún se me encoge el estómago cuando me enfrento con la burocracia. Incluso llegué a pensar en no asistir pero tratándose de
Monica Mellberg son pocos los que pueden hacerlo sin soportar un ardor en las entrañas. Y ahí estábamos los dos, ella haciendo preguntas sobre su guión, yo respondiendo sobre el guión de mis días. Me preguntó si quería hablar de algo en especial y no dudé en contarle la principal razón por la que vine. Pronto se convirtió en una tertulia sobre
Igmar Bergman. El modo en que la sociedad sueca se ve plasmada en su obra, la tragedia de sus planos, el guión hipnótico en busca del trauma, la sesión siniestra de compartir terapia con uno de sus personajes. Acabó rápida la entrevista, demasiado. Salí del despacho golpeado por aquellas reflexiones. En ese momento hubiese hecho el mismo viaje del
Profesor Isak Borg en
Fresas Salvajes, en ese momento fuimos
Bergman, Mellberg y yo.
