


Muchos fines de semana acabamos en esa
exposición tremenda del hogar. No es solo una forma de matar un sábado, ni vamos
únicamente porque las compras en el supermercado de enfrente sean más baratas, mucho menos porque necesitemos alguno de los
innumerables productos que ofrece. Pisamos el
IKEA tan a menudo por su magnetismo, por su irreprochable manera de hacernos consumir el tiempo entre las hijas de los suecos, por ser una
juguetería enorme para mayores.
Estuve sobreviviendo con el mobiliario necesario de mi cuarto durante el primer mes. Tras varias visitas a este monstruo apilo al menos media docena de cosas inútiles en los rincones de mis paredes. Compré un pie para la ducha que duerme junto
al inodoro, un trapo de cocina lleva al menos unas semanas en el bolsillo de mi mochila, sobre todo guardo en mis
estanterías cuberterías para las que no encuentro el momento del estreno. Aquí los objetos, en medio de esta oscuridad, carecen del uso para el que fueron fabricados pero forman parte del paisaje
intimista que otros bultos comenzaron a crear mucho antes de que ellos llegasen. Paseo por las calles de
IKEA. Camas, sillones, jarrones, relojes, velas, todas las cosas. Las cosas me quieren y yo a ellas. Cuando tenga mi propia casa voy a poblarla de estos chismes hasta que yo mismo sea un chisme.
