
Cuando llegué hace ahora casi dos meses tenía serias dudas sobre qué deporte practicar del amplio espectro. No tardé en apuntarme a un gimnasio de última generación. Pagué 4 meses de una estocada pero algo tienen las pesas que se me indigesta. Me resulta absurdo engordar músculos sin otro aliciente que el propio culto al cuerpo, no comparto el exceso de narcisismo de aquellas moles hiperdesarrolladas, esas masas tan alejadas del patrón clásico como del ciudadano real. Pronto supe de un equipo de rugby en la ciudad y me acerqué sin titubeos. Ya el año pasado me inicié en esta práctica y la experiencia me apasionó. Los muchachos de aquí presentan esa actitud hogareña que te empuja a formar parte de ellos, a ser uno más desde el principio, sin excepciones. Cambiaron su lengua materna y se convirtieron al inglés para evitar discriminaciones, aunque en mi caso igual me siento, pero esto es cosa mía, mi problema. Inmediatamente me obligaron a participar en sus comidas y bebidas, y ahora me piden operas y vino de Rioja. Es un privilegio compartir con ellos viajes por Suecia, noches y muchos entrenamientos. La liga terminó este sábado, el frío lo hace imposible, pero seguimos practicando y tenemos apalabrados algunos amistosos. Me gusta sentirme partícipe de esta gran metáfora de la vida que es el rugby. Cada uno con su papel en el terreno de juego, todos imprescindibles, comprometidos con el equipo, sacrificados por el compañero. El último mono es el primero y es sagrado, intocable.